Hace no tanto, el independentismo era una minoría muy minoritaria en Cataluña. El apoyo a la independencia variaba según la encuesta y lo que se preguntase, pero para hacernos una idea: según leemos en Catalunya, un pas endavant, (p.64), de Guinjoan, Rodon y Sanjaume, en el año 2005, en plena reforma del Estatut, el apoyo a la independencia, frente a otras opciones como el Estado federal, apenas rozaba el 15%. 8 años después, según los mismos autores (siempre basándose en datos del CEO), el apoyo a la independencia pasaba del 45%.
Yo recuerdo bien los años en que éramos una minoría. Años en los que, incluso cuando ERC (el único partido independentista en el Parlamento catalán, por aquel entonces) era relativamente fuerte, el independentismo tenía las de perder en cualquier debate público o conversación de café. En el mejor de los casos éramos unos utópicos soñadores, a los cuales la tontería se nos pasaría con la edad. En el peor de los casos éramos unos nazis aliados de ETA y ansiosos por empezar una limpieza étnica (nota: el que firma esto se llama Pérez Lozano…). Y en la mayoría de los casos se nos ignoraba o se nos tomaba a choteo.
No recuerdo que los independentistas nos quejásemos de vivir en una “espiral de silencio”, ni de que “claro, estamos en minoría porque TVE nos hace el vacío”. No llorábamos hablando de que “la sociedad catalana estaba dividida”, porque no lo estaba: éramos nosotros los que estábamos en minoría. No nos pretendíamos una “mayoría silenciosa” atenazada por el miedo. Nos sentaban mal las acusaciones de nazi-etarras, y frecuentemente las contestábamos, pero no cifrábamos en eso la causa de nuestras dificultades. En vez de pelear con el peor rostro de nuestros adversarios, nos fuimos centrando en escuchar y rebatir los mejores argumentos contra la independencia. Esa era la forma de ganar y, aunque suene ingenuo, de mejorarnos a nosotros mismos como movimiento.
Así, ante la crítica de que el independentismo se basaba en argumentos identitarios y no en los problemas cotidianos de la gente, se fue poniendo el foco en la denuncia del maltrato económico de Cataluña por parte de Madrid. Ante la idea de que eso de la independencia es una cosa demodé en un mundo globalizado, se recabaron datos sobre el número de Estados creado a medida que la globalización avanzaba, y se señaló que la globalización de hecho facilitaba la prosperidad de naciones pequeñas y medianas. Ante las amenazas de que la independencia era anti-europeista, se desarrolló el concepto de la independencia de Cataluña como una ampliación interna de la UE.
Y no solo fue una cuestión argumentativa. Ante los problemas del independentismo para empatizar con familias como la mía, llegadas del resto del Estado español, los independentistas fueron dejando de cantar “boti boti, espanyol qui no boti” en las manifestaciones. Ante la evidencia de que el federalismo español era mayoritario en Cataluña, el independentismo impulsó una reforma del Estatuto de Autonomía de espíritu federal, para en el mejor de los casos hacer avanzar el autogobierno del país, y en el peor “pasarle la prueba del algodón” a España en lo que respectaba a su capacidad para convertirse en un Estado federal y plurinacional.
Durante todo este tiempo el independentismo cometió innumerables errores… y fue aprendiendo de ellos. Eso, y el espectáculo del PP y el PSOE entre insultando e ignorando las demandas mayoritarias de la sociedad catalana durante la reforma del Estatuto, fueron decantando la balanza a favor nuestro. Y nos empezamos a encontrar compartiendo espacios de protesta con gente que previamente nos veía como soñadores utópicos, o como objeto de choteo, o incluso como nazi-etarras. Y en ningún momento se nos pasó por la cabeza reprocharles nada, ni ellos lo hicieron con nosotros (y no les hubiesen faltado motivos: como digo, el independentismo ha cometido innumerables errores). Unos y otros tuvimos que meter la pata varias veces, y aprender de ello, para llegar a juntarnos en el movimiento de masas cívico, pacífico y democrático que es el independentismo de hoy en día.
Hoy la oposición a la independencia de Cataluña está lejos de ser una minoría tan minoritaria como lo fue en su día el independentismo, pero lo que se ha vuelto extremadamente minoritario en Cataluña es la oposición al referéndum, e incluso al referéndum unilateral del próximo 1 de octubre. Los partidarios del derecho a decidir son una clara mayoría de la sociedad catalana desde hace años. Ante eso, la minoría que se opone, en vez de ponerse manos a la obra para enfrentarse a los mejores argumentos del autodeterminismo, ha preferido fijarse en su peor cara, la menos representativa, la de los borrachos de Twitter, y sacar de allí una caricatura con la que acusar al autodeterminismo, y en particular al independentismo, de tenerlos sometidos a una especie de “dictadura”.
No es que sean minoría, dicen, porque hayan fracasado a la hora de convencer a sus conciudadanos: es que TV3 le come el tarro a la gente; como si a Cataluña no llegase TVE (y A3, y T5, y L6, y Cuatro). En realidad, según ellos, ni siquiera son una minoría: son una mayoría, pero “silenciosa”, porque “vive atemorizada”… de que alguien la insulte; como si los insultos se los llevasen única o principalmente ellos. Y esos insultos de Twitter son la prueba, además, de que “la sociedad catalana está dividida”.
A mi juicio, eso son simplemente excusas de mal perdedor, basadas en una visión muy exagerada y sesgada de las cosas ¿Los anti-referéndum no se sienten representados en TV3? Yo no me siento representado en TVE (ni en A3, ni en T5, ni en L6, ni en Cuatro, ni siquiera en 8TV…). ¿A ellos hay gente que les llama “fachas”? A mi hay gente que me llama “nazi”. ¿A ellos hay quien les acusa de ser malos catalanes? A mi hay quién me acusa de ser un “charnego agradecido”. Nada nuevo en democracia: en época de ZP recuerdo a militantes socialistas llamando “fachas” a los del PP, y a militantes del PP llamando “totalitarios” a los del PSOE. Las exageraciones y las caricaturas mutuas estaban a la orden del día. De hecho, siempre lo han estado.
Lo que si que no había pasado hasta ahora, desde 1978, es que alguno de los actores políticos en liza usase el poder judicial y la fuerza policial para perseguir a rivales políticos que empleaban medios 100% pacíficos. No me refiero ya a las detenciones de cargos del gobierno catalán de la semana pasada: me refiero a enviar a la policía a entrar en sedes de partidos políticos sin ni siquiera una maldita orden judicial. Me refiero a prohibir actos políticos pacíficos. Me refiero a un fiscal denunciando una concentración multitudinaria y pacífica como “sediciosa” porque alguno de los que estaban por allí le rompió los cristales a un coche de la Guardia Civil. Me refiero a todo eso.
En Cataluña hay mucho imbécil, como lo hay en España y en todas partes, y en todas épocas. Hoy los imbéciles se lanzan de cabeza a insultar a los que no piensan como ellos en esto del referéndum, como en su día se lanzaron de cabeza a insultar a los que no pensaban como ellos respecto al gobierno de Aznar o de Zapatero. Es un coñazo, pero no es peligroso. No es, desde luego, una “dictadura”, ni condena a nadie al “silencio” a no ser que sea un hipocondríaco social. Uno puede oponerse al referéndum en Cataluña y hacer vida normal. No le van a echar del trabajo, ni sus amigos le van a retirar el saludo. Vivirá de forma no muy distinta a un votante del PP en Sevilla, o uno del PSOE en Burgos. Barcelona no está más “dividida” que Madrid, y no lo está más ahora que en cualquier otro momento de su historia democrática.
Los que no podrán hacer vida normal, si la causa contra ellos prospera, son los que están acusados de sedición por organizar una manifestación pacífica. Sobre ellos planean las más diversas amenazas, desde fuertes multas hasta 15 años de cárcel. Ahí es donde hay un germen de autoritarismo que un día puede alcanzar, incluso, a muchos de los que se oponen al referéndum pero que participarían en una manifestación contra la privatización de la sanidad o en una huelga general. También a ellos les afecta el precedente que se siente ahora en Cataluña. También a ellos les puede llegar la hora de ver el peor rostro del régimen del 78. Tal vez entonces entiendan la diferencia entre que te insulten en Twitter y que un gobierno te persiga, policía mediante.