Publica Juan Claudio de Ramón un artículo en El País que, a mi parecer, se enmarca en los esfuerzos del españolismo de centro-izquierda y de centro-derecha por distinguirse de la compañía incómoda de Vox en la “cuestión nacional”. El artículo viene a decir que, actualmente, en el Estado español compiten tres concepciones de la nación: la de los independentistas, basada en la lengua catalana, y que por tanto no ve a España como nación; la de los “patriotas constitucionales”, basada en la Constitución, y que por tanto ve a España simplemente como un resultado de “la ley que nos hace libres e iguales”; y la de la ultraderecha, basada en la tradición, y que por tanto ve a España como comunidad eterna y pre-constitucional.
Observo cuatro grandes errores de análisis en este artículo.
El primer error es no advertir que la segunda concepción de la nación, que entiendo que el autor subscribe, se basa en realidad en una petición de principio. Es decir: los “patriotas constitucionales” españoles dan por justificadas las fronteras de la nación. Vienen a decir: “estas son las fronteras de la nación, y a partir de ahí de lo que se trata es de que vivamos libres e iguales, lo cual justifica las fronteras de la nación”. Es decir: dan por justificado precisamente lo que tienen que justificar.
Esta petición de principio se detecta, por ejemplo, cuando Ramón dice que la Constitución del 78 armoniza “lo común con lo propio”. El autor no detalla, pero supongo que considera, por ejemplo, que el castellano es parte de “lo común”, y que el catalán es parte de “lo propio”. Pero si Ramón se da una vuelta por mi universidad verá que la lengua común en las áreas de investigación y en los programas de máster y doctorado es el inglés. Y hay barrios enteros de Barcelona donde “lo común” no es ni el catalán ni el castellano. Y zonas enteras de Cataluña donde “lo común” es el catalán. Aquí se podría contestar “hombre, lo común en toda España”. ¿Pero por qué tomar como referencia de “lo común” a España? ¿Por qué no el mundo? Y si no es el mundo, ¿por qué España y no Cataluña? ¿O Barcelona? La respuesta, probablemente, es que “España es la nación”. Es decir: me temo que cuando Ramón dice “lo común”, en realidad quiere decir “lo nacional”. Pero para determinar qué es “lo nacional” hay que determinar cual es “la nación”, y justificarlo. Ramón, como casi todos los “patriotas constitucionales” españoles, da por obvio lo primero y desatiende lo segundo.
El segundo error del artículo es no advertir que cualquier definición de algo abstracto como “la nación” siempre será una definición ideal, ilocalizable de forma “pura” en la realidad; por lo normal, en la realidad práctica los distintos conceptos de “nación” aparecen mezclados de forma imperfecta. Para muestra, un botón: dice Ramón que los “héroes y leyendas” del “patriotismo constitucional” son forjados en la “lucha contra el absolutismo y por la constitución”; pero lo cierto es que, cada año, los “patriotas constitucionales” españoles conmemoran, en su fiesta nacional, una expedición colonial anterior en tres siglos a la primera constitución española.
El tercer error del artículo es que, al describir la primera y la tercera concepción de la nación, Ramón no cae en que son la misma: la nación orgánica de Fichte, que existe como un hecho etnocultural, más que político. La nación no seria una comunidad de ciudadanía, sino una comunidad de identidad. La primera se asentaría sobre la segunda.
Parecería, entonces, que eso deja al españolismo “constitucional” como única encarnación, en todo este asunto, de los valores ilustrados. Pero ahí viene el cuarto y más importante error de análisis del artículo: tomar la parte del independentismo por el todo. El autor es capaz de ver que “España” significa cosas distintas para distintos españolistas, pero parece incapaz de ver que “Cataluña” también significa cosas distintas para distintos independentistas. Y así, presenta como “la concepción independentista de la nación” lo que en realidad solo es *una* de las concepciones independentistas de la nación. No cabe duda que hay un independentismo organicista, para el cual la nación catalana es una entidad pre-política, basada en un “espíritu de pueblo” cuasi-metafísico que se manifiesta en cosas como la lengua. Pero Ramón olvida que eso es solo una parte de la historia.
Y es que en realidad hay una tercera concepción de la nación en liza, propia de la corriente central del independentismo, y que Ramón omite: la de Ernest Renan, la nación como comunidad de voluntad, como “plebiscito diario“. Es la concepción de la nación presente en el independentismo de Josep Lluís Carod-Rovira, de Oriol Junqueras, de Jenn Díaz. La que Joan Manuel Tresserras y Enric Marín han tratado de forma amena en su último libro. La que no bebe de Torras i Bages o de Prat de la Riba, sino de Roca i Farreras, Aiguader o Pallach. La que no desciende del catalanismo de matriz carlista, sino del de raíz republicana y federal con tintes libertarios. La que concibe la autodeterminación colectiva como la agregación de autodeterminaciones individuales, en la estela de Pi i Margall (y por tanto, de Proudhon). La que ve a la nación no como un ente abstracto e inmutable (sea por “las tradiciones” o por “las leyes”), sino como un proyecto “sujeto a una constante movilidad espiritual y social”, en palabras de Aiguader.
Los “héroes y leyendas” del independentismo plebiscitario no son Otger Cataló o los almogávares, sino más bien los movimientos y personalidades que conformaron el catalanismo popular que se forjó en sindicatos, cooperativas y ateneos obreros, y que tuvo su momento culminante en la Cataluña republicana de los años 30. Gentes que no veían el autogobierno de Cataluña como una herramienta para “preservar la tradición catalana”, sinó para modernizar Cataluña sin someterla al uniformismo de Madrid. Gentes como las feministas Nativitat Yarza o Maria Dolors Bargalló, o como los sindicalistas Francesc Layret o Lluís Companys.
Por cierto que es una concepción de la nación que a su vez podemos hallar en aquel españolismo que también bebe de Pi i Margall. Un españolismo condensado en la idea de España sostenida por la izquierda española crítica con el régimen del 78, y que Ramón despacha como “componendas”: la España plurinacional. Bajando de lo abstracto a lo concreto, el punto de encuentro entre los independentistas y los españolistas que sostienen esta idea plebiscitaria de la nación es, hoy en día, la propuesta de un referéndum para Cataluña. Discrepando en el debate sobre la independencia de Cataluña, los independentistas y españolistas plebiscitarios coinciden, en lineas generales, en cual es la mejor forma de canalizar este debate. Y con ello, subscriben las palabras de Renan en su clásico “¿Qué es una nación?”:
Una nación no tiene, como tampoco un rey, el derecho de decir a una provincia: ‘Me perteneces, te tomo’. Para nosotros, una provincia es sus habitantes; si en este asunto alguien tiene el derecho de ser consultado, este es el habitante. Una nación no tiene jamás un verdadero interés en anexarse o en retener a un país contra su voluntad. El voto de las naciones es, en definitiva, el único criterio legítimo, aquel al cual siempre es necesario volver.
Y en el rechazo al referéndum es, precisamente, donde tantos “patriotas constitucionales” coinciden con Vox. Porque lo que realmente se halla tras el “patriotismo constitucional” en su versión española suele ser, al final, la idea de la “España eterna” bajo un barniz moderno, pero con el mismo núcleo normativo: “España no se vota”. En efecto: dado que las leyes no se justifican por si solas, lo que justifica que Cataluña forme parte de España no puede ser que “lo dice la ley”. En última instancia solo puede ser o el consentimiento o la fuerza. Los partidarios del referéndum estamos en el lado del consentimiento democrático. Los nacionalistas de la España eterna, lo sea desde 1492 o desde 1812, están en el lado de la fuerza.
Al final, la elección es esa: entre si el fundamento normativo de las naciones han de ser las personas o las abstracciones colectivas impuestas por la fuerza a las personas. De eso ha sido siempre, en el fondo, “la cuestión nacional”, como pudimos ver el 1 de octubre de 2017.
La cuestión está no sólo en la voluntad de un territorio de ser o no independiente sino de qué consecuencias tiene que ese territorio lo sea. En particular cabe preguntarse sobre las consecuencias personales de esa decisión. Usted puede decir que el 50,01% de una población tiene la voluntad de ser independiente, pero lo que realmente hay que saber es el precio que se está dispuesto a pagar. Es más, ponga por caso que es el 75% de la población y que el 25% está irremediablemente unida a su antiguo país por la razón que fuere. ¿Por qué puede usted sobreponerse a los derechos consolidados de esa gente que ha hecho su vida en ese territorio? Tanto como aboga usted por la voluntad individual y colectiva. Recuerde que en democracia se respetan los derechos de las minorías.
El derecho a la autodeterminación no está pensado para el contexto de las democracias occidentales. La identidad o la voluntad de ser no está intrínsecamente unida al hecho de poseer un estatus político u otro. El pueblo gitano y el judío han mantenido su identidad a pesar de estar dispersos por muchos sitios a lo largo de los siglos sin tener estatus político alguno. Los primeros con muchas, y más, evidentes dificultades que los segundos. Qué duda cabe que puede llegar a ser una ayuda en casos de represión cultural. Qué duda cabe que eso no ocurre en España.
Si hay algo que me gustaría que al catalanismo entendiese como persona que no tiene ni aprecio ni falta de él por Madrid, es que el catalán es tan español como el resto de idiomas peninsulares y la sardana tanto como el flamenco, pero es comprensible, creo, la limitación inherente a su difusión como lo es la cultura noruega o danesa a no ser que se haga a través del inglés u otro idioma con mayor difusión. La gran mentira es hacer pensar a los catalanes que lo que consideran propio no es a su vez plenamente español. No hay a mi juicio limitación alguna a la expresión de la identidad catalana con el hecho de que Cataluña forme parte de España. Dos tercios de los andaluces se sienten tan españoles como andaluces y no por eso dejan de tener características propias. Cuánto tienen que aprender algunos por otros lares de los andaluces en cuanto a identidad se refiere.
Esto no es ni mucho menos una defensa del centralismo, vería mucho más conveniente un reparto inteligente, basado en ventajas objetivas medibles y comparables, del poder del estado entre las distintas poblaciones de España. Lo que pasa es que me da la impresión de que Barcelona es a Cataluña lo que Madrid a España, un auténtico agujero negro.
Como conclusión le escribiré que no creo que el futuro pase por una Europa de 70 naciones a merced de países que concentran bien el 20% de las tierras emergidas de Eurasia, bien el 20% del PIB mundial, bien el 20% de la población mundial, sino por una Europa federal cuyos sujetos federales sean los países actuales y, a poder ser, menos aún, y lo escribo sobre todo con los Balcanes en mente. Al final, nos parecemos más de lo que a algunos les gustaría.
Un placer leerle.
Nota: En este texto se ha usado el masculino como género no marcado.